EL VIEJO SÁBIO

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El Viejo Sabio

Allá por las edades de los caballeros de armadura brillante, hubo en un reino un sabio ermitaño que se ganaba la vida resolviendo las preguntas de aquel que, a cambio, le daba una moneda. 

Gabriel, que así se llamaba aquel personaje, vivía en las montañas, alejado de la multitud de aquel reinado. Solo bajaba los días de mercado, con él siempre viajaba su pulgoso perro Dim, un galgo delgado y de largas patas. Gabriel se sentaba con las piernas entrecruzadas entre dos puestos sobre su túnica, colocaba un cestillo de mimbre entre sus rodillas y esperaba durante la mañana que algún visitante echara una moneda a cambio de su respuesta. Los vecinos del reino lo conocían como el humilde sabio, ya que se conformaba con lo poco que le pudieran dar y siempre era agradecido.

Después de comer los restos que sacaban de las cocinas de las posadas, Gabriel se ponía en marcha dirección a su cabaña de madera. 

Al llegar, encendía un candil de aceite y echaba unos leños a la chimenea, llegaba el momento de descansar. 

Su trabajo, si se le puede llamar trabajo, no se le puede considerar agotador, el único momento donde puede perder energías es en el camino al reino y vuelta a casa, pero a la edad de Gabriel cualquier esfuerzo supone   un desgaste de energía considerable. 

Solo bajaba a la plaza los días de mercado, martes, jueves y sábados, esto le permitía dedicarse a su hobby preferido, la lectura. Se pasaba el tiempo meditando sobre todo aquello que leía, no solo aprendía si no que lo meditaba y buscaba distintos puntos de vista a lo leído sacando así sus propias conclusiones. 

El Rey de aquella comarca era un tipo presumido, prepotente y egocéntrico, sólo pensaba en él y en sus bienes cada vez mayores.

Una vez al mes enviaba a sus recaudadores de impuestos a cobrar a los vecinos, impuestos engordados de avaricia que hacía que los habitantes se sintieran cada vez más engañados por los abusos de la avaricia Rey y su corte. 

Una mañana llamaron a la puerta de Gabriel, al abrir se encontró con un recaudador de impuestos. Se presentó ante Gabriel con tal con tono serio y firme invadido por la prepotencia que contagia su Rey. 

“Vengo en nombre de su majestad el Rey Pablo II a cobrar la recaudación mensual que asciende a tres monedas de plata más un plus de dos monedas de plata más como actividad lucrativa en el mercado, esto hace un total de cinco monedas de plata”  Era como si hubiese estado ensayando el discurso por el camino, lo soltó todo del tirón y sin tiempo a réplica. 

“Oiga oiga, espere un momento” Dijo Gabriel sorprendido

“¿Qué es eso de actividad lucrativa? Yo no tengo trabajo, no poseo ningún puesto en el mercado, no vendo nada, creo que hay un error en todo esto, le daré las tres monedas que, aunque me parezca un abuso, me corresponden pagar, las otras dos no tengo por qué. 

“Son órdenes de su majestad, si su majestad el Rey Pablo II dice que le corresponde pagar cinco monedas serán cinco monedas, si se niega tendré que tomar medidas que no creo que le gusten anciano”

Aquel recaudador no hizo el más mínimo esfuerzo en escuchar a Gabriel y sopesar sus argumentos, cumplía órdenes directas del Rey y su trabajo era cumplirlas.  

Gabriel se negó en rotundo a pagar ese plus que, a su parecer era un error, nunca pagó ningún tipo de plus, con lo que aquel recaudador, dió media vuelta, montó en su caballo y desapareció adentrándose en el  oscuro bosque.

Al día siguiente se levantó temprano, era sábado y había mercado. Gabriel desayuno pan con leche como tenía costumbre, barrió la casa y partió al pueblo. Hacía calor, llegaba el verano y salir del bosque significaba alejarse del frescor de los pinos. Gabriel buscó un sitio entre dos puestos donde diese la sombra, puso su túnica en el suelo y se acomodó sobre ella con las piernas entrecruzadas, dejó el cestillo de mimbre en el suelo como reclamo para los viandantes. Había días que solo sacaba una o dos monedas de cobre, había otros sin embargo que se juntaba con tres incluso cuatro monedas de plata, esas eran las menos pero esos días valían por todo un mes de trabajo. 

“Buenos días sabio, he recorrido una larga distancia para pedir tu consejo, espero que las habladurías que llegaron sobre ti sean de fiar y puedas ayudarme” Dijo un visitante que se acercó a él.

“No sé qué tipo de habladurías te habrán llegado, pero si me dices quizá pueda servirte de ayuda si compartes conmigo tus inquietudes” Repuso Gabriel con la humildad que le caracteriza. 

Aquel hombre se agachó y se puso a la altura de Gabriel y charló con él durante unos minutos. Una vez recibido el consejo, se incorporó con una sonrisa en la cara y echó dos monedas de plata al cestillo a modo de pago por el servicio recibido. Cuando aquel hombre se alejó, Gabriel guardó las monedas en el saquito de piel que colgaba de su cintura.

En el campanario sonaron las campanas anunciando que eran las doce del medio día, en ese momento, un alboroto de gentío puso en alerta a Gabriel

y a los más cercanos a él. Alguien gritó “¡Los soldados, vienen los soldados!” Cuando la Guardia Real se acercaba al mercado en formación de a dos era señal de que iban en busca de algo o de alguien. 

“¡¡GABRIEL BAILÉN!!” Gritó el que supuestamente estaba al mando de la unidad.

“¡¡BUSCAMOS A GABRIEL BAILÉN!!”

Gabriel estaba confuso, no sabía muy bien qué hacer, el Rey es un personaje de mucho cuidado No imaginaba el motivo de su búsqueda, por más que pensaba no recordaba haber hecho algo fuera de las normas de aquel corrupto Rey. 

“¡Qué deseáis de mí!” Dijo Gabriel incorporándose del rincón donde sus piernas quedaron dormidas. 

“¿Eres tú Gabriel Bailén?” 

“Si, lo soy ¿En qué puedo servirle?”

“Has de venir con nosotros, su majestad quiere veros de inmediato” Aquel hombre debía medir al menos dos metros de altura, con una espalda del tamaño de un pupitre, no podía negarse a la petición del rey, con lo que no puso resistencia, eran cinco guardias del tamaño de un oso y el era un flaco y esmirriado viejo que apenas se tenía en pié sin su bastón. 

“De acuerdo pero tendrá que acompañarnos Dim, no puedo dejarle solo”

“¿Dim? ¿Quién es Dim?” Preguntó el guardia real.

“Mi perro, mi perro Dim, siempre me acompaña a todos los sitios”

“Vamos, andando, que venga Dim si quiere”

Escoltado por aquellos enormes guardias, Gabriel se puso en marcha hacia el castillo. Las gentes del reino miraban con curiosidad sin saber que habría podido pasar con el humilde Gabriel, parecía algo impensable que ese hombre hubiese podido haberse saltado alguna ley o haber hecho algo malo, no cabían en su asombro. 

Dim se quedó sentado a la puerta del castillo, Gabriel fue presentado ante el Rey al cual se arrodilló. 

“¿Qué puedo hacer por su magestad?” Dijo Gabriel con una rodilla hincada en el suelo.

“Vaya, aquí tenemos al bueno de Gabriel, te hacía más joven, no pensaba encontrarme un anciano desvalido como tú, pensé que me darías más problemas” Dijo el rey en plan burlón “Parece ser” Continuó “Que te niegas a pagar mis impuestos, eso es algo muy grave ¿sabes? Se te pidió dos monedas de plata por prestar tus servicios en el mercado de la plaza y te has negado a pagar, ¿Puedo saber el motivo de tal atrevimiento? 

“Claro majestad, el motivo es que no debo pagar algo que no hago, yo no tengo puesto, no vendo nada, vivo de la caridad, doy consejos a cambio de la voluntad y por ello creo que es injusto que se me quiera cobrar dicho impuesto” Dijo el anciano.

“Aquí el que pone las leyes soy yo, y a mi parecer, todo el que sale del mercado con más monedas de las que entró, debe pagar ya que es un beneficio que sacó del propio mercado, da igual si tienes puesto o no, si vendes mercancía o vender sueños, no deja de ser un negocio que se realiza en el mercado y como tal, debes pagar tus impuestos como buen ciudadano” El rey tenía el propósito de cobrar su deuda llevase o no razón. 

“Pero yo no saco tanto dinero majestad, mire mi cestillo, después de toda la mañana sigue vacío, no podré pagarle aunque quisiese” 

“Bueno, eso podemos solucionarlo, creo que tienes una cabaña en una pequeña propiedad, si no vas a poder mantenerla, podrías zanjar tu deuda”

“Eso sería injusto, mi casa vale más que mi deuda, y me dejarás en la calle sin un sitio donde dormir, te suplico mi señor, es lo único que tengo”

Era costumbre del Rey no parecer tan deshumano, tan rastrero, aunque lo era, quería parecer bondadoso ante sus vecinos con lo que siempre jugaba al mismo juego cada vez que tenía que penalizar a alguien. 

“¡Está bien!” Dijo el rey  haciendo callar a Gabriel sus ruegos. “Para que veas que soy un buen rey y quiero lo mejor para mi pueblo, te daré la oportunidad de salvar tus bienes, lo echaremos a suertes esta tarde en la plaza central y que Dios reparta suerte, mientras tanto, permanecerás en el calabozo”

Todos los vecinos ya sabían la suerte que correría Gabriel. Elegir uno de los dos papelitos que siempre  sale la maldición. En uno, supuestamente pone inocente y en el otro, culpable. Todos saben que no hay ningún papel de inocente, escoja el que escoja será culpable.

El viejo Gabriel pasó el tiempo durmiendo en el calabozo, estaba tranquilo, tan tranquilo que uno de los guardias le preguntó “¿Acaso no estás nervioso viejo?” 

“Bueno, tengo la mitad de posibilidades de que no pierda mis bienes, es un porcentaje muy alto ¿no crees?”

“Estás totalmente chalado” Murmuró el guardia mientras se alejaba. 

Al atardecer, la plaza central estaba a rebosar de público, todo el reino quería ver como el sabio Gabriel perdía todas sus pertenencias.  En el centro había una pequeña urna con dos pequeños papeles doblados, frente a la urna estaba el rey sentado en un trono improvisado.  Dos guardias custodiaban apostados junto a Gabriel con sus armas en alza. 

“Bien Gabriel”  Comenzó el rey. “Este juego es muy fácil, en uno de los papelitos pone inocente y en el otro culpable, tú mismo sacaras el que elijas y ese será tu veredicto y será el que debas acatar. ¿Alguna pregunta?”

“Solo una cosa majestad, si salgo inocente, desaira que no se me cobrase ese dicho impuesto del mercado” Alegó Gabriel

“Claro que sí, por supuesto, es más” El rey, sabiendo que nunca saldría inocente, fué aún más espléndido. 

“No te cobraré ningún tipo de impuesto nunca más, serás exento de todo impuesto de por vida”

Gabriel, al ver la actitud del rey supuso que el juego estaba amañado, aún así, aceptó las reglas y dió por concluída la ronda de preguntas. 

“Podemos empezar majestad”

La plaza estaba expectante para ver como Gabriel sacaba su papel de culpable.  

“Adelante, saca un papel, elije el que quieras, serás tú la mano inocente que saque el destino de tu vida” 

Gabriel sacó el primer papel que se le ocurrió y, ante la mirada atónita de todo aquel gentío, se lo metió en la boca y se lo tragó.  Una vez ingirió el papel dijo “Ese es mi destino majestad, así lo elegí”.  La gente estalló en gritos, risas, murmullos, estaba eufórica. El rey se puso en pié asombrado. “¡¡¿Qué demonios has hecho? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo sabremos ahora tu veredicto? !!” La guardia real puso calma en la plaza y la gente volvió a callar con la intriga del momento.

“Fácil majestad”  Contestó Gabriel con mucha calma. “Si en uno de los papeles ponía inocente y en el otro culpable, el papel que elegí será el contrario al que queda, veamos que pone en el que queda y así sabremos cuál fué el que elegí” 

Evidentemente, en el papel que quedaba estaba escrita la palabra CULPABLE, Así fué como Gabriel, aquel anciano sabio, le dió una lección de inteligencia a aquel engreído rey, recuperó sus bienes y quedó exento de cualquier tributo para toda la vida. 

Y colorín colorado...


FIN

amc


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